Martín Cardón

Mirar por la ventana

 

El paraíso es algo que se pierde todos los días…

Y ya que sabemos además

que tampoco existen paraísos

futuros,

no hay más remedio, entonces,

que ser el paraíso.

Roberto Juarroz

Nos hemos quedado adentro y parece que gran parte de lo que importa está afuera. Algunos lo sospechábamos, pero cuando la sospecha se confirma no hay manera de no sentirse estúpidos, por no haber abrazado a tiempo cuando todavía se podía ir más allá de la vereda. Hemos nacido para encontrarnos, y esa es la misión que los dioses le dieron al lenguaje, conocimos su bendición y ahora padecemos su condena. Porque como bien sabemos la sed recién se comprende cuando bebemos por primera vez, así como ahora la soledad nos pisa los talones por saber lo que es la compañía.

Nos dicen que el invierno entrará a golpes de aguja de reloj en las casas de las que ya no nos iremos, mientras el sol del último verano se nos apaga de a poco y miramos por la ventana deseando encontrar afuera algo de lo que fuimos. Quizás nunca nos imaginamos vivir así, en medio de un hoy más presente que nunca, porque el mañana se ha vuelto un futuro más incierto que nunca. Y en este hoy aletargado, en el que nadie nos abre la puerta para ir a jugar y las fronteras se arriman hasta nuestras narices con máscaras y barbijos, parece que la virtualidad le ha ganado la batalla a los sentidos; miramos, oímos, tocamos y olemos, como en las ficciones distópicas, por medio de los ventanales de la pantalla. Ya lo hacíamos desde hace rato, solo que ahora nos damos cuenta que cuando todas las posibilidades se reducen a eso la deshumanización parece inminente. Entonces, mientras esperamos que escampen las salivas virósicas, para salvar nuestro pellejo tendremos que buscar la humanidad tierra adentro, en todo aquello que de tan cercano se había vuelto invisible pero que ahora nos muestra sus texturas. En la cocina, en el patio, en las plantas de nuestras macetas, en el fuego de la estufa, en el vino, en las arrugas de la cara, en los libros o en alguna que otra foto sin marco que nos recuerde en una imagen que supimos conquistar la alegría cuando ni siquiera sabíamos que éramos felices. Esos ángeles para nuestra soledad que desempolvamos cuando empezamos a besarnos por celular mientras esperamos el milagro.

Lo triste, entre tantas calles vacías y miradas ausentes, es que nos iguale el desconcierto y la distancia, y no solo por el desconcierto y la distancia misma, sino por la igualdad mezquina que nos nivela para abajo. Y pensar que nos reíamos de la oxidada armadura del Quijote, que por leer desaforadamente se olvidó por completo de la delgadez endeble de su figura y salió al camino con su adarga al brazo para decirnos que el mundo aún se puede cambiar. Tal vez, todavía estemos a tiempo de leer como él, de olvidarnos por un momento de nuestra encerrada delgadez y encontrar en la ficción algún mapa que nos permita salir del laberinto. Porque de algo estamos seguros: el humo de las naves que arden afuera es demasiado elocuente. El hilo no existe, las migas tampoco.

Martín Cardón

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